por Santiago López Petit
Finalmente el Régimen del 78 tampoco ha muerto esta vez. Las luchas obreras autónomas de los setenta fueron derrotadas con muertos y mediante los Pactos de la Moncloa firmados por los mismos sindicatos de clase. El movimiento del 15-M que elaboró una crítica radical de la representación política, se lo calló empleando como armas efectivas el ridículo y el aislamiento. La rebelión catalanista que, por unos momentos, ha parecido arañar los fundamentos del Régimen, también ha sido derrotada. En realidad, este tercer intento no ha tenido eco en España donde ha predominado la perplejidad cuando no lo ha hecho una total incomprensión. El llamamiento al orden mediante la aplicación del artículo 155, ha bloqueado todo intento de cambio. El presidente Rajoy lo ha afirmado con su habitual capacidad argumentativa: “El Estado se defiende de los ataques de quienes lo quieren destruir”. Y ha añadido la pequeña puntualización que el artículo 155, aunque un día deje de aplicarse, nunca dejará de funcionar. Es el que se denomina “Hacer cumplir la Ley”. El aviso es inequívoco. La represión y la humillación contra la Cataluña que ha pretendido rebelarse serán grandes.
Pocas veces ha sido tan evidente que la defensa de la Ley (con mayúscula) suponía una declaración de guerra. Esto es una cosa que los juristas tertulianos tan presentes actualmente en los medios difícilmente pueden llegar a entender. La ley es una correlación de fuerzas. Ha ganado Foucault por goleada ante los Habermas y compañía. Un amigo jurista me dijo un día: “Pues si así son las cosas, ya podemos plegar”. El poder es, siempre y en última instancia, poder matar; el Estado de Derecho sirve para encubrirlo. Usualmente, y para afirmar lo mismo aunque de manera más sofisticada, se habla que el Estado posee el “monopolio de la violencia física legítima”. Esta verdad del Estado de Derecho es con la que se toparon los miembros del gobierno catalán. Cuando uno de ellos afirma que la Generalitat no estaba preparada para desarrollar la República “haciendo frente a un Estado autoritario sin límites para aplicar la violencia”. O cuando el portavoz de los republicanos nos dice que: “Ante las pruebas claras que esta violencia podría llegar a producirse, decidimos no traspasar esta línea roja” y acaba con una confesión estremecedora : “Nunca quisimos poner en riesgo a los ciudadanos de Cataluña”. La respuesta es de acuerdo. Muchas gracias. A nadie le gusta morir. Pero aquí hay gato encerrado. Dicho con otras palabras: ¿los miembros del Gobierno son unos ingenuos o son unos ineptos?
Spinoza tiene en su Ética una frase que se ha hecho muy conocida: “No sabemos lo que puede un cuerpo”. Sustituir “cuerpo” por “Estado” es útil para explicar los hechos. El gobierno no sabía qué puede hacer realmente un Estado. Pero el gobierno quería construir un Estado propio ¿verdad? Nadie puede negarles experiencia. Incluso una persona perdió un ojo debido a una bala de goma. Digámoslo claramente: lo que no creían es que la represión del Estado español pudiera llegar a la que denominan la “buena gente”. A los radicales sí… pero a personas pacíficas y cívicas! Es lo que el Consejero de Sanidad reconoce cuando asegura que “la hoja de ruta de Junts pel Sí no tuvo en cuenta la violencia del Estado”.
Efectivamente el gobierno acabó siendo un gobierno posmoderno. Prisionero de su propio aparato de comunicación, creaba la realidad, y la misma realidad retroalimentaba un aparato que veía así confirmada su apuesta.
La participación masiva en tantas efemérides no permitía ninguna duda y el camino hacia la independencia parecía abierto. Hasta que la crueldad y el sadismo de la maquinaria jurídico-represiva del Estado español ahogó en lágrimas el anhelo de libertad de algunos e hizo nacer una rabia inmensa en muchos. ¿Baño de realidad? Depende de para quien. Para el gobierno, ciertamente. Dentro de su burbuja autocomplaciente no podía comprender el asalto que se ponía en marcha y el desconcierto empezó a abrumarlos. Fueron incapaces de reaccionar ante dos hechos fundamentales: la fuga de empresas, que es una de las expresiones actuales de la lucha de clases, y la presencia de otra Cataluña que también expresa la lucha de clases aunque a menudo de una manera perversa. Fue, pero, la extraña proclamación de la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), el acontecimiento que acabó por convertir al gobierno en un auténtico gobierno posmoderno obligado a emplear un lenguaje teológico para poder salvarse. Por esta razón la DUI tuvo un carácter inefable: ¿realidad o ficción?
Dejemos de lado las peripecias concretas (secretismo, aplazamientos, desaparición del gobierno, etc.). A partir del momento en que aparece la represión brutal del Estado Español, el único objetivo de los partidos independentistas se reduce a pensar la acción política exclusivamente en función de sus efectos penales. Seguramente es correcto actuar así. No queremos mártires y hay que evitar la prisión siempre que se pueda. A pesar de todo, surge una sombra de duda. Cuando una convicción, es decir, una verdad política, no se defiende hasta las últimas consecuencias por las razones que sean: ¿esta verdad se ve de alguna manera afectada en ella misma? Pongo un ejemplo. Cuando Galileo jura ante sus jueces y admite que la Tierra no gira alrededor del Sol, la verdad científica no se ve en absoluto afectada por su decisión. En cambio si la presidenta del Parlamento no va a la manifestación por la libertad de sus compañeros -porque así se lo aconseja su abogado- a pesar de no existir ninguna condición judicial explícita: ¿su retracción tiene el mismo valor que en el caso anterior? Se podrían traer a colación otros ejemplos de esta estrategia “preventiva” que va desde aceptar pagar multas elevadísimas hasta refugiarse en frases ambiguas. El problema es hasta qué punto una estrategia de este tipo no contamina finalmente el mismo discurso, y lo debilita al extender una sensación de confusión. El gobierno español y sus adlátares han aprovechado enseguida la ocasión para hablar de cobardía y de engaño. El gobierno catalán nos habría engañado a todos los catalanes y a todas las catalanas.
No hay que perder mucho tiempo a denunciar el cinismo asqueroso de quien ataca y después reprocha al atacado la falta de valentía. Vamos al esencial. No. No fuimos engañados. El gobierno, en cambio, sí que se va autoengañar. Creyó en la política. Se obstinó a jugar a ver quién era lo más demócrata cuando la democracia no existe. Existe aquello democrático. Aquello democrático es la forma como hoy el poder ejerce su dominio. Tiene dos caras: estado-guerra y fascismo posmoderno, heteronomia y autonomía, control y autocontrol. El diálogo y la tolerancia remiten a una pretensa dimensión horizontal. La existencia de un enemigo interior / exterior a eliminar, remite a una dimensión vertical. “Aquello democrático” vacía el espacio público de conflictividad, lo neutraliza política y militarmente. Aquéllo democrático es esta Europa, auténtico club de estados asesinos, que externaliza las fronteras para no ver el horror. No hubo fracaso de la política como a los bienpensantes les gusta decir ahora. La política democrática consiste en callar y acallar las disonancias que podrían amenazar la orden. El gobierno catalán incapaz de entender el funcionamiento real de aquello democrático, se vió abocado a un camino lleno de incoherencias. Por eso es de agradecer la honestidad de Clara Ponsatí cuando desde el exilio se atrevió a decir: “No estábamos preparados para dar continuidad política a lo que hizo el pueblo de Cataluña el 1-O”. Fue muy atacada, pero afirmó la verdad inevitable: el Gobierno no supo estar a la altura del coraje y de la dignidad de la gente que puso sus cuerpos para defender un espacio de libertad. Por supuesto, sin sacralizar las urnas, es evidente que lo que pasó aquel día marca un antes y un después. Pero ¿qué sucedió exactamente?
Por unos momentos la política con su juego de mayorías, con sus correlaciones de fuerza, etc. quedó relegada, y lo que tuvo lugar fue un auténtico desafío colectivo. Un desafío que se prolongó en la impresionante manifestación del 3 de octubre para rechazar la represión. Es difícil analizar la fuerza política inmensa, y a la vez, escondida que había en esta manifestación. Allá empezó a formarse un sujeto colectivo que desbordaba el paralizante “un solo pueblo”. ¿Cómo podemos denominar a este sujeto político? Eran unas singularidades que, habiendo dejado el miedo en casa, no estaban dispuestas a claudicar fácilmente. Un pueblo que estalla en miles de cabezas capaces de expulsar a los fascistas infiltrados con exquisita violencia. La sospecha que toma más fuerza es si el miedo del gobierno, no era tanto en cuanto a la acción del Estado, como respecto al que esta gente un día pudiera llegar a hacer. Gente que era una amalgama entre la irreducible consistencia del catalanismo popular y el malestar social existente. Por eso, resultan empalagosos tantos llamamientos al civismo, a la buena gente, y a las sonrisas en unos momentos de represión desbocada. Me sabe mal. Cuando siento la palabra “civismo” pienso automáticamente en las normativas cívicas que sirven para limpiar el espacio público de residuos sociales de todo tipos.
Sorprende, después de todo lo que ha pasado, la facilidad con que los partidos políticos independentistas han aceptado una convocatoria de elecciones directamente impuesta. Sorprende esta rápida adaptación a un nuevo escenario a pesar de existir presos políticos. El planteamiento es bastante ilusorio: las elecciones son ilegítimas pero con nuestra elevada participación conseguiremos legitimarlas (y, por lo tanto, legitimarnos ante el mundo). El discurso independentista o bien se hace necesariamente autocontradictorio, o bien tiene que aceptar explícitamente una renuncia a la independencia. “Seremos independientes si somos perseverantes y conseguimos una mayoría. ¿Cuándo? No lo sabemos. Antes de independentistas somos demócratas. Y antes de demócratas, somos buena gente”, asegura un importante político republicano.
¿Y si probáramos a ser, por una vez, “malos” y, en vez de aspirar a ser un país normal con su pequeño estado, quisiéramos ser una anomalía que no encaja? Liberar Cataluña de este horizonte independentista que siempre acaba para ahogarla -puesto que todo horizonte siempre encadena- quizás podría abrir una vía inédita. En una anomalía hacia todo el que el catalanismo hegemónico ocultaba. Desde la fuerza del dolor de la Cataluña interior pobre, hasta los silencios de las periferias. Nos querían presentables ante una Europa que, sin embargo, mira hacia otro lado. Por qué emperrarse a ser presentables? Los partidos políticos de cualquier color corren apresurados hacia las subvenciones. Pero ante estas elecciones impuestas, había la posibilidad de sabotear con una abstención masiva y organizada. Empezar a desocupar el Estado español, y extender la ingovernabilitad de la autoorganización. ¿También en España? Cataluña como esta anomalía irreducible que escapa, mientras en su fuga ensaya otras formas de vida.
El laboratorio político “Cataluña” momentáneamente se cierra. Esto está claro. Cuando aquello democrático es el marco de lo pensable y el que está permitido vivir: ¡qué difícil es cambiar algo! Desde una lógica de Estado (y de deseo de Estado) nunca se podrá cambiar la sociedad. Pero el que se ha vivido, el atrevimiento de transgredir juntos, la fuerza colectiva de un país que nadie puede representar y la alegría de resistir … No se olvidan nunca. La dignidad y la coherencia no se negocian.
Fuente: Crític