Las clases sociales chilenas, por Luis Fernando Rojas
El sábado pasado estuve de minireunión en la parroquia; alrededor de media hora duró la cosa. De cuatro pegos mal contados hablamos, pero como eran importantes había que hacer de tripas corazón y revertir el deseo de no salir con la que estaba cayendo.
De qué fue el encuentro es lo de menos, pero volví a ser consciente de lo tonticos que somos a veces sin darnos cuenta y la de anuncios que hacemos de nuestra forma de entender la sociedad y las relaciones humanas con que el oyente sólo esté un poco atentos sin tener que ser filólogo de la lengua.
Agustín es un cura joven de mi pueblo al que no veía hace años, hasta lustros podría decir sin usar la más mínima hipérbole. Lo de usar el adjetivo joven puede deberse a que tiene mi edad y, como todo el mundo sabe, sólo son mayores las personas que tienen más años que uno. La chapa consistía en explicar al respetable, compuesto por el Consejo Pastoral, el equipo de evangelización y el párroco, en qué iban a consistir determinadas visitas por el barrio a fin de llevar a buen término una especie de actividad misionera. Así, a bote pronto, frases sueltas:
–La idea es que vosotros vayáis formando las parejas en esta semana y ya habláis con Don Antonio…
–Fulanito puede ir haciendo los emblemas, que seguro que no tarda nada…
–Benganito que se encargue de…
–Podéis hacer la misa de envío el fin de semana y si Don Antonio…
La retahíla de frases de similar hechura que podría compartir de aquella media horita resultaría de lo más jartible incluso para un santo de descomunal paciencia y como creo que me voy a hacer entender, trataré de ponerme más pasado. Estaríamos en aquel salón unas diez personas, hombres y mujeres de diferentes edades y categorías sociales, y resulta que la única que merecía el título honorífico de don fue Don Antonio. Seguro que no hace falta falta romperse los cuernos para saber quién era Don Antonio. Sí, sí, el párroco, que no creo yo que se acostumbre a tanta parafernalia por más cera que le unten.
Y el asunto podría quedarse ahí, así de cortito, pero ¡qué va! Da para mucho, porque lo del don de don Antonio le pasa como sin querer incluso a gente de bien, de esa sencillota que ni habla por no molestar y de la que puedes tirar sin sentirte comprometido ni nada que se le parezca. Lo mismo la culpa es mía, que a la única persona que he llamado de don pasada ya una edad ha sido a Don Pimpón. Bueno, y a mi pueblo, Don Benito, porque viene como inclusivo.
Entonces, sin hacer arduos esfuerzos, me vino a la cabeza el curro, la residencia de mayores, claro, donde la única profesional con derecho al don o a la doña es la médica de familia, que va una vez por semana del Centro de Salud para echarle un ojo a las personas residentes, a quienes, por supuesto, nadie de la residencia las llama de usted, so pena de que te peguen un sopapo de no te menees aunque tengan más de cien años. Huelga decir que el que suscribe, no ha llamado a la doctora Doña Juana en la vida y que, de hecho, finge no saber de quién están hablando cada vez que la nombran con semejante calificativo.
Y claro, en un mundo donde el caché de las personas se mide por si son o no mu’ estudias, y donde la doctora es doña y las auxiliares son las niñas, es normal que luego los profesores de secundaria de un cole no se relacionen mucho con los de primaria, que son de otra categoría, o que estos últimos, a su vez, no inviten a su despedida al personal administrativo, aunque pudiera ser que se relacionen más con ellos durante la semana que con algunos de sus amigos íntimos que se dedican a dar clase. Y también es del todo comprensible y a nadie se le caen los anillos si vemos que don Samuel, afamado traumatólogo, se cabrea con Fernando, a secas, que es enfermero, si a éste le da por decirle que determinado paciente ya ha probado un tratamiento y no le va del todo bien. O que sea muy abierto de mente, muy progre, hasta que a mi hija se le ocurre traer a su novio a casa y resulta que a lo que se dedica el prenda es a cargar palés de latas de tomate en una fábrica. Lo de saludar y sonreírle de buena mañana a la limpiadora o al de mantenimiento cuando se llega al curro y tienes un máster ya es de nota.
«Aún las profesiones más humildes son dignas de respeto», decía Confucio. Qué mundo más distinto sería si a tanto Don Gilipollas le quitáramos tranquilamente el don y a cada cosa la llamáramos por su nombre.
Titulitis, que cantaba mi socio Migueli. Seguro que no le importa que la comparta.